domingo, 7 de septiembre de 2014

Esperanza




    Tenía 29 años, había nacido en un pueblo pequeño y pobre, donde la población subsistía de una ganadería extensiva mal pagada, una agricultura que a duras penas daba para volver a sembrar y el sueño de que volviera una minería que había dejado enfermos, muertos, dolor y un jornal por cada día de trabajo.

    Una parte de el se sentía de allí, pero hacia ya casi 15 años que se fue. Fue el día de su cumpleaños el que decidió que no soportaría más palizas, que no esperaría más a una madre que siempre quería dar otra oportunidad, y para la que todos los palos nunca eran suficientes para que viera que convivía con el demonio encarnado en hombre cruel y atroz.

    Se fue a la ciudad, siguiendo los pasos de tantos otros que huían de la misma pobreza, y pronto encontró su lugar en la construcción, no paró de trabajar en 9 años, en los que tuvo también tiempo de empezar a construir una familia y a creer que todo podía ser feliz, que todo lo malo había quedado en el pueblo.

    Pero de repente un día la constructora para la que trabajaba dejó de pagar.

    Esperaba que se solucionara pronto, pero fue a peor y acabó en la calle. Aguantó un tiempo buscando trabajo, hasta que sus ahorros subsistieron y tuvo que mandar a su chica a casa de sus padres por no poder mantenerla.

    La dejó por vergüenza, por no poder soportarlo, por la sensación de fracaso y por no defraudar.

    Al casero, un hombre mayor y sólo, no le pudo pagar durante meses, por suerte lo había tomado como a un hijo y no sólo no lo hecho, sino que le ayudó con los gastos de su propia pensión.

    Al fin llegó el día en que de nuevo encontró una oportunidad, una nueva empresa con mucho futuro le contrató, no tardaron en hacerlo fijo, la vida parecía darle de nuevo su mejor cara.

    Hasta que contactó con su ex, ahora que al fin todo parecía sonreír ella estaba con otro. No podía hacer nada, sólo seguir adelante, como siempre había hecho.

    Y para rematarlo el anuncio de cierre de su empresa en 3 meses.


Imagen cedida por A.


    Y en ello se encontraba. Sentado en el mismo banco al final del polígono. El mismo en el que se sentó la primera vez cuando acabó de recorrer el polígono buscando trabajo. El mismo en que se sentó tantas veces cuando se quedó con el. Siempre su último compañero al acabar los días más tristes. Y también los más felices cuando llevaba allí a su chica.



    Y ahora volvía a estar allí mirando, la marisma al frente, el sol recortándose sobre la tierra en su despedida, y la estatua de monje franciscano disfrazada de colón apuntando hacia el océano y más haya una tierra que quizá le reportará nuevas oportunidades al que se resigna a perder sus últimas esperanzas.

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